Desayuno con … El Cortijo

        1-5-2016

Hoy, situado en nuestra plaza mayor, o lo que queda, dándole la espalda a la iglesia Santa María, sólo en sentido figurado, enfilo la calle Astorga. Lentamente, como queriendo beberla en pequeños sorbos, mientras se desgranan en mi recuerdo, de aquellos maravillosos años de juventud en la década de los setenta, imágenes en tono sepia. Pronto, casi al inicio, emerge el Biombo Chino y Hostal Delgado. Apenas unos pasos más y el glamour del Tiffany o los aromas a tradición del Astur o el “modernismo” de Las Palmeras, éstas sin nieve, por supuesto.

Continúo el camino, mientras resuena el jolgorio de la Noria y creo olfatear el aroma de vino que surge del almacén de Carracedo, o el sabor de la bodeguilla de Rula frente a las tres X. Un regusto amargo me invade, al comprobar cómo aquellos “emblemas” que lo fueron en esos años, simplemente han desaparecido.

Refugiado en el imaginario distorsionado por el tiempo, voy buscando un momento, un espacio, un lugar, en el que la generación de los nacidos en los 50, se arremolinaba para respirar los nuevos aires que creíamos encontrar en el cortijo. Bar El Cortijo, con su fundador en la barra, un asturiano ya bañezano, Simón. La etapa de la “sombra alargada del Bonete” empezaba a quedar atrás.

Parece normal entender por cortijo un lugar situado en tierras andaluzas, entre cultivos, ganado, flamenco y gentes con sombrero de ala generosa, protegiéndose del ardiente sol del sur. Cómo asociar con nuestra ciudad en la meseta leonesa, algo tan ajeno y lejano como un cortijo. Confieso que nunca llegué a entender el nombre, seguramente Simón tampoco, pero ahí estaba, al final de la calle Astorga. Dando espacio a la inquietud, a los sentimientos, a charlas de grupo, a tímidos inicios de parejas, protegidos por las empalizadas de madera alineada que lo propiciaban.

Allí aprendimos en parte, a debatir, aunque de forma tenue empezaban a llegar aires del Paris del 68. A compartir aquellas hermosas tortillas que el amigo Simón elaboraba. A canalizar inquietudes, sociales unas, musicales las más. Era frecuente que sonaran los acordes afinados de guitarras solidarias. Creo poder afirmar que de esos momentos surgió el embrión de algún grupo musical de nombre ilusionante.

En la película que proyecta mi subconsciente, asoman tantas imágenes, tantos rostros, amigos unos, otros no tanto, que en la oscuridad de la sala no me atrevo a identificarlos. Es una forma de no olvidarme de nadie. Protagonistas y secundarios, figurantes y los que pasaban por el lugar. Es muy posible que al rememorar las secuencias que cada uno proyecte en la pantalla de su vida, tenga su reparto personal, la protagonista o el actor de su vida, la de aquel tiempo.

También una banda sonora que la acompañe. A mí se me ocurren varias. ¿Quién al perderse en el recuerdo no ha pensado en aquello de Mari Trini?, (…quién a los 15 años no busco ese recuerdo de una barca con dos remos…) Seguro que cada uno pondrá la melodía más acorde y que mejor refleje el visionado de la sucesión de sus imágenes. Siempre me han influido más las letras que las notas del pentagrama. Yo me decanto por una canción que dibuja en el aire y de forma muy especial las sensaciones que me ha producido la película revivida. Siempre me he sentido un romántico fuera de época. Difícil solución tiene ya. Es una canción que Camilo Sesto, en plenitud por entonces, entonaba para deleite de los desencontrados con tantas cosas. ¡algo de mí ¡¿la recordáis?  (un adiós sin razones…) (…años sin valor…) (…quiero vivir…)

Mientras sigo contemplando ensimismado esta sucesión de fotogramas, de esos lugares que formaron parte de un ayer lejano ya, llego a la conclusión de que, “algo de mí” se quedó allí, en el Cortijo, el bañezano…

Romerías, tradiciones y Pendones

Apenas asoma en el calendario la hoja correspondiente al mes de mayo, el fluir de actos marianos prolifera a lo largo y ancho de la geografía patria.  Los caminos, veredas y meandros se desbordan con el transitar de miles de romeros, peregrinos y fervientes fieles. Sus mochilas van repletas de peticiones que realizar a las diferentes imágenes de la Virgen.

En la querida comarca de Tierra de La Bañeza, no podía faltar la nuestra. La Virgen de Castrotierra. Imagen a la que salvo mejor decisión de los “procuradores de la tierra” se acompaña cada siete años, si bien existen criterios contrapuestos, hasta el recinto catedralicio en la vecina ciudad de Astorga. Después de la preceptiva novena se produce el retorno a su casa en lo alto de la –cuesta del Castro–. Regreso pausado y en procesión por los caminos aún polvorientos, que abren numerosos pendones henchidos al viento como símbolos de identidad, recordando con orgullo el pueblo-concejo al que representan. 

Le siguen las cruces parroquiales y al final del cortejo la imagen de la Virgen arropada por sus devotos, algunos descalzos, implorando el alivio para el secarral de los terruños casi yermos; y también la cura de enfermedades y males que les aquejan. Aunque aún predomina el cariño y afecto hacia la abogada de la lluvia, éstos conviven cada vez de forma más notoria con aspectos próximos a lo profano y ajenos al recogimiento espiritual. 

Con su llegada a la ermita, datada en el siglo XVII y ampliada en el XVIII, se produce una gran romería en las praderas que la rodean. Sobre ellas afloran las viandas de la tierra convenientemente regadas con los vinos, en muchos casos de elaboración artesana, en armonioso y equilibrado maridaje.  Los alegres sonidos de las dulzainas ponen la nota festiva antes de retomar los romeros el camino de vuelta a sus respectivos pueblos de la contorna.

Vieja tradición es la de acudir a imágenes icónicas o a creencias fundadas entre la sacralidad y el ritual, compartiendo espacio con la tradición festiva y el sentimiento de identidad y pertenencia encarnado por los Pendones que ponen la nota de color con sus telas adamascadas que preceden la marcha y despiertan las emociones de aquellos y aquellas que lo pujan haciendo ondear al viento el preciado paño de los mismos. 

Estas romerías que hunden sus raíces en épocas remotas, tenían por objeto paliar la sed endémica de las tierras de cultivo de las cuales dependía el sustento imprescindible. Tanto es así que hay teorías de expertos en la materia que sostienen que en el Castro, donde hoy se alza el santuario, en su momento se dio culto a la diosa celta de nombre Fraga, para que aportara humedad a los campos. Más adelante, los romanos, que en busca del oro de la comarca se asentarían en el lugar, impondrían a su propia diosa a la que llamaban Tellus, que aportaba tempero a las plantas. Era ella a quien invocaban para la obtención de buenas cosechas. En ambos casos, se trataba de sociedades politeístas de la época, en la que para cada cuestión tenían su correspondiente deidad. Con la irrupción de las religiones monoteístas, el cristianismo, una de ellas, implantó la figura de la Virgen, que continúa hasta nuestros días.

No he encontrado datos fiables que permita contrastar, desde el rigor, la eficacia concreta de tales romerías. Se hace obligado mencionar el dicho popular atribuido a un párroco de la zona, que ante la insistencia por sacar a la Virgen, espetó: ¡si hay que sacarla se saca, pero de llover no está!.

En estas situaciones más allá de los resultados pluviométricos difíciles de vincular científicamente con los efectos de la intersección mariana, destacaría el efecto sociológico en el que  gentes de toda condición y credo, se reúnen ante una expresión de algo tan subjetivo, complejo e intangible como la fe. O más bien para rememorar viejas tradiciones populares en las que priman los aspectos lúdicos y materiales y no las creencias y confesiones. Ambas motivaciones conviviendo en armonía y ajenas al motivo o causa que los hubiera llevado hasta allí.

Ahora solo toca esperar a que el efecto de tanta plegaria o por causas de la propia naturaleza, las nubes aporten el agua que sacie la sed de los sembrados. No es baladí la dependencia que de sus cosechas tienen la vida de nuestros pueblos y gentes. Finalizo este acercamiento a la romería del Castro y los aspectos que la rodean, con esta especie de coplilla que pretende resumir la esencia de la romería: 

Ya vuelve la virgen al castro y se pliegan los pendones, 

vuelven las cruces al templo y los paisanos al campo, 

a esperar el agua santa o simplemente la lluvia… 

Buenos y bañezanos días

Romería de Castrotierra-

J.L.Baeza: IN MEMORIAN

Admirado José Luis:

Esta mañana de difuntos un viejo amigo de adolescencia, al que tú conoces sobradamente y al que llevabas a pasear en tus tiempos de lapsus creativo, me acaba de recordar tu trágico fallecimiento. Al alba y con la brisa oscura de la madrugada, en la que apenas contábamos 17 años, de aquel frío noviembre leonés del año 1971, tu cuerpo quedo roto y malherido sobre el asfalto. Yacía silente sobre el negro lecho de lo que conocíamos en tu pueblo y el mío como la carretera nacional. Una cruel embestida de una desconocida montura –que portaba a varios jinetes sin conciencia– sobre cuatro ruedas siniestras, te agredió entre las sombras de la noche cómplice. Otra muerte pendiente de aclaración y sobre la que poco o nada se investigó. Algo bastante habitual, por otra parte, en la oscura época en la que sucedió el mortal atropello.

Hoy 1 de noviembre, en el cincuenta aniversario de tu triste perdida, en la ciudad y la sociedad que tan magistralmente diseccionabas con tu acerada y veraz prosa, sigue el olvido y la deuda con lo que representó tu figura literaria y tu riqueza intelectual. Hasta donde yo conozco nunca fuiste santo de la devoción del poder emanante, otrora, en las oscuras sacristías, y que en la actualidad sigue residiendo en esos lugares inaccesibles para el común de los mortales. Desde esos nuevos “púlpitos” se sigue condimentando el lánguido discurrir de nuestra ciudad, mientras agoniza entre sus propios estertores rancios y caducos. Abandonaron la sotana pero siguen con los mismos hábitos.

En la admiración por tu figura, en los convulsos años de adolescencia en los que pude disfrutar de tus `retratos´ literarios, siempre tuve presente lo que representaba ser crítico en una sociedad adormilada y adormecida en las ubres del poder factico que nos tocó vivir, a ti especialmente. Y qué decir de tu capacidad para ver, desde esa mirada aventajada, lo que nadie más era capaz, ni siquiera, de intuir. Tu espíritu libre e imposible de doblegar a los dogmas imperantes te hizo libre, pero también muchas veces, demasiadas, incomprendido. 

Así cuando un 17 de abril de 1965 en uno de tus artículos describías con tu habitual nitidez y anticipación La Bañeza que paseabas a diario, ya apuntabas maneras de visionario aventajado, capaz de incomodar al poder omnímodo: 

Silencio. La Bañeza está enferma. Entren de puntillas, con silenciosos pasos de ballet. La Bañeza tiene un mal incurable. Disfrazamos la realidad. El cáncer está a la vista aunque usemos la careta de gastropatía, evitando la expresión brutal […] Movilícense las manos que trabajan, las que acarician, las que cuidan del enfermo, de las flores, de los animales. También las manos que abofetean. Todas Unidas en el aplauso. La Bañeza: Levántate. (Baeza 1965, 24-25).

Añadiendo unos meses más adelante, en el mismo año 1965, un diagnostico que cobra plena actualidad hoy, 50 años después de tu trágica desaparición: 

La Bañeza fue un buen partido. Muchos galanes rondaron a su lado. Bañeza, ayer mimada, rica, envidiada. Bañeza hoy, huérfana, desamparada, sola. Descansando, durmiendo, muriendo. «¡Cómo ha quedado solitaria la ciudad antes tan populosa!», diría Jeremías en sus lamentaciones sobre Jerusalén que yo traspaso a La Bañeza. « Todos aquellos que la elogiaban la han despreciado». Baeza 1965, 31-33).

De tu amor por la ciudad que te vio nacer nadie debiera dudar, si bien esas figuras que eran diana de tus doctos dardos cargados de razones y argumentos, siempre sembraron y alentaron versiones sobre tu figura que nada tenía que ver con tu ilustrada actividad. Esos mismos, desde las descendencias genéticas arribadas, mantienen el mutismo y vergonzante silencio hacia el reconocimiento que tu obra de libre pensador requiere y en justicia merece. Como bien apuntas en el siguiente párrafo extraído de tu articulo “El disparate Ilustrado” escribir era y es una actividad de riesgo y nadie mejor que tu para dar fe de ello, cuando dices:

Quisiera, quisiera… imaginar el destino donde enviar estos desatinos; periódico diario o revista. ¿Salón o barbería? Para ganar unas pesetillas, sin triunfo difícil, sin fracaso fácil, ¿es posible escribir lo que escribo? Perdóname, Campoamor: quien no supiera escribir… (Baeza, 1971, 325).

Allá donde estés, José Luis, espero encontrarte algún día, ojalá discurran muchos años aún, para como decía mi admirado poeta Miguel Hernández, podamos poner en práctica aquello que le dedico a su amigo Ramón Sijé en su conocida elegía: 

a las aladas almas de las rosas / del almendro de nata te requiero / que tenemos que hablar de muchas cosas, / compañero del alma / compañero. ( El rayo que no cesa, 1936)

Un abrazo bañezano en la distancia, 

1 de noviembre de 2021

Baeza José Luis. 1990. “In memorian”. Ayto. de La Bañeza. Leon.

Imagen de Manuel Angel en portada de IN MEMORIAN

Semana Santa bañezana: una pasión

Hoy es domingo de ramos. Como tal se conoce en el mundo cristiano, al día que da inicio al periodo de recogimiento y penitencia que proclaman las voces autorizadas de la citada confesión religiosa. Tan es así que cuando pretendemos narrar este periodo, recurrimos a menudo a la descripción existente en el imaginario colectivo. El que  nos remite al  recorrido por las calles de una población cualquiera repartida por la geografía del territorio patrio.  Itinerarios, algunos aún adoquinados, abarrotados de gentes silentes, siguiendo el procesionar de los pasos portados por los hermanos cofrades. Desfiles en el que estos procesionan ataviados para la ocasión con sus mejores túnicas, todos dentro del recogimiento característico del acto en cuestión,  apenas roto por el sonido agudo de la campanilla que anuncia el reanudar de la marcha. 

Con lo indicado en el párrafo anterior podría estar refiriéndome a cualquier procesión de la semana santa, con independencia de la región y localidad en el que estuvieran ocurriendo. Sin embargo cuando añadimos que, “al transitar por la calle del Reloj, ya próximos a la puerta del café Pasaje, atenuando sus luces y cesando el ruido tintineante de las chapas –al golpear con el suelo circundado por el gran corro de jugadores ávidos de fortuna­­– en señal de respeto o simplemente por repetida tradición…”, le estaremos poniendo nombre al lugar y situándolo en el tiempo: la semana santa bañezana en el final de los años sesenta y principios de los setenta.

Semana santa como gustan denominarla unos, otros se inclinan por, al referirse a ella,  denominarla como semana de pasión. En el caso de nuestra ciudad procesiones santas y chapas con pasión, están estrechamente unidas y podrían definir por si solas las vivencias del citado periodo en la Bañeza.

En este escarbar por los rincones de la memoria, afloran imágenes de juventud incipiente, entre los 15 y los 17 años. En esas convulsas primaveras las procesiones nocturnas venían, habitualmente, precedidas por las tardes entre las encinas del monte Riego. En la zona en la que existió muchos años lo que algunas generaciones conocimos como el merendero de la Fragua y que luego tendría un uso final poco conjugable con lo santo. Allí acudíamos en pandilla mixta con uno de aquellos toca discos a pilas, de mi amiga Merce, en los que se insertaba el “single” o sencillo, de vinilo por supuesto. Su sonido  bastaba para convertir el atardecer de un abril leonés en momentos de magia para un@s chaval@s ávidos de nuevas experiencias, a los que los efluvios del mayo francés aún no había llegado. Emociones que, entre risas y miradas nerviosas que al cruzarse, apenas podían esconder el fluir a borbotones de algún preámbulo amoroso y adolescente. Con la  caída de la tarde retornábamos a por la túnica y el caperuzón de cofrade, para procesionar en silencio en un nuevo acompañamiento de los pasos en la noche.

Aún perduran en mi recuerdo, con absoluta nitidez, algunas sensaciones e imágenes especiales, a pesar de los muchos años transcurridos. Entre ellas destacaré, la procesión del encuentro, en la que la madre de las Angustias y su hijo, el Nazareno, despertaban en los cofrades y asistentes momentos cargados de emoción. Como la que impregnaba la plaza de los cacharros, donde hacía una pausa, frente al colegio existente, para escuchar el cántico de las monjas, en la que recuerdo como la procesión del silencio. Cantos que aliados con el frío nocturno paralizaban a los presentes, mientras la bella imagen de la Amargura, quieta y compungida, dejaba escapar una lagrima imaginaria. 

Qué decir de las mañanas de viernes santo en la plaza Mayor, en la que se concentraban todos los pasos que la cofradía de Jesús Nazareno ponía en liza, por aquellos tiempos, arropados por los cofrades, fieles devotos y algún curioso despistado.  En el medio, el templete como testigo inerte y mudo, mientras el pastor de la curia arengaba a los presentes con su sermón. Sermones de los de entonces, que al final de la década de los sesenta resultaban, simplemente, insufribles para los más jóvenes, y que el aventajado ponente, realizaba desde uno de los balcones de la residencia de la familia Conbarros. 

Vivienda situada en plena plaza Mayor, en cuyos bajos estaba el negocio familiar de confecciones que terminaría siendo sustituido por una hermosa y conocida cafetería, con nombre con el que se define a la gente de vida distraída y displicente y utilizado para designar a una importante región en la actual Republica Checa. Después de finalizar el acto y una vez recogidos los pasos en la cofradía, llegaba el momento de degustar la popular limonada en casa Boño, que Julio se afanaba en administrar o Vitoriano, Marcelo y Polo éstos ya en la barra del Pasaje, mientras las mesas de mármol frio y blanco del añorado café, eran territorio del gran Benjamín. Un maestro en el noble oficio de servir a los demás. Sin ánimo de ofender a nadie, con él, en mi humilde opinión, se extinguió en nuestra ciudad la auténtica profesión de camarero o mesero, como le dicen mis amigos en México.

Desde la ausencia, obligada por la pandemia que nos asola, deslizaré la mirada en la distancia, por las calles de la ciudad que me vio nacer, siguiendo y sintiendo procesiones y chapas, degustando limonada y almendras tostadas o quizá garrapiñadas, ingredientes inseparables de una semana bañezana, a la que no me atrevo a definir como santa, pero que sin ninguna duda es vivida con mucha pasión… 

Buenos y bañezanos días.  

Desayuno con… la vergonzante abstención del PSOE bañezano

Confieso que aún no salgo de mi asombro. Conocer por los medios, en este caso afines a los dirigentes bañezanos del PSOE, que estos han contribuido, con su cobarde y vergonzante abstención, a que de nuevo se impongan los secuaces del abominable, paramés para mas escarnio,  Martín Villa, me tiene sumido en una profunda inquietud. 

Aclararé, de inmediato, que cuando aludo en el titular de este escrito al PSOE bañezano, en realidad me refiero, y así lo reafirmo, a sus dos dirigentes  de cabecera y largo recorrido: José Miguel Palazuelo y Tomás Gallego. No son los sufridos militantes –algunos perplejos y molestos con esta abstención– los que están bajo sospecha, ni son objeto de mi critica acerada. Añadir en este previo que, obviamente, mis opiniones están dirigidas a los políticos en tanto que representantes públicos, y a esa figura me ceñiré.

Señores Palazuelo y Gallego, su abstención y la del resto de los concejales de su partido, inducidos y dirigidos por ambos dos, ante la moción pro-autonomía propia para la región leonesa resulta imposible de digerir. El movimiento, iniciado por el alcalde del ayuntamiento de la capital, del PSOE, su partido, que está siendo apoyado en numero importante por ayuntamientos y juntas vecinales con los votos a favor del partido que dice representar, incluido el de Santa Elena de Jamuz o más recientemente de Soto de la Vega, no puede embarrancar en la cobardía y tacticismo de ustedes dos. 

La ciudad de La Bañeza, por su peso específico en la provincia leonesa, no puede cerrar el paso a un movimiento que nos sitúe ante el ejercicio de un derecho constitucional, no se asusten, y por ello ajustado a derecho, que nos fue hurtado en la década de los ochenta por el apátrida y hoy perseguido por la justicia extranjera por delitos de lesa humanidad, Martín Villa. Con el y sus secuaces, con la abstención, han colaborado ustedes dos. ¡VERGONZANTE!

El clamor de los paisan@s de nuestra región leonesa sigue creciendo cada día. La marea favorable a una autonomía propia sigue sumando y representa ya a cerca del 50% de la población de la provincia. Hartos y en respuesta a el abandono y la desidia de los defensores de una autonomía encarnada por la YUNTA DE CASTIGA, que no es la nuestra. Las riberas del Pisuerga, Carrión y Arlanza siguen luciendo el esplendor que les aporta la YUNTA y sus manejos torticeros. Entre tanto, nuestras tierras de la región leonesa leonesas se mueren y con ella la historia, la cultura y la vida de sus gentes. Una situación que ustedes, ambos dos, conocen de primera mano.  ¿Cuántos proyectos han intentado llevar adelante en sus muchos años de gobierno municipal?, ¿cuántos se han quedado en alguno de los cajones de vía muerta de la YUNTA?.

Citaré un para de ejemplos a modo ilustrativo. Con su vergonzante abstención dan la espalda al movimiento de madres y ciudadanos que persiguieron y lucharon, cada día y especialmente los sábados, mediante la recogida de firmas, para que se implantara un servicio de urgencia de pediatría en el simulacro de ambulatorio bañezano. Ustedes dos, ambos, conocen que fue RECHAZADO por los votos de los que ahora apoyan, de nuevo los secuaces de Martín Villa, representados por el Sr. Herrera en la YUNTA DE CASTIGA. Pero también apoyan, con esta abstención al Sr. Martínez Majo, –o acaso Malo–, recibido en olor de multitudes recientemente por los herederos de los caciques de nuestra ciudad. ¿Recuerdan, ambos dos, que ocurrió con el plan de parques de bomberos que nunca ha llegado?. 

Pongo dos ejemplos de lo que pudo haber sido y sin embargo no es. Nuestros niños y sus progenitores, cada vez que alguno enferma después de la mañana de viernes, tienen que desplazarse muchos kilómetros hasta el saturado servicio de urgencias de la residencia provincial. Cada vez que tengo el placer y la fortuna de visitar mi ciudad, me asalta la preocupación de la asistencia médica. Una simple caída y posible fractura dará con mis huesos en atestados servicios de urgencia de la Capital. Confío que el tórrido calor de estos días no provoque algún incendio en nuestra ciudad o comarca. Seguimos sin un servicio de bomberos digno y eficaz que pueda proteger la vida y hacienda de nuestras gentes.

Y mientras tanto ustedes se esconden en una vomitiva abstención. ¿Cuál es la razón o razones para tamaña estulticia y arbitrariedad para con la historia, cultura y vida de los paisn@s de nuestras tierras leonesas?

Esto no va de ideologías ni de estrategia de partido, esto va de territorio y de sus gentes. Si les queda una brizna de dignidad política, si pretenden seguir sosteniendo la mirada de nuestros paisan@ abandonados y ninguneados, por los que sostienen, apoyan y alientan con su ABSTENCIÓN, permítanme un ruego que nace desde lo más profundo de mi corazón bañezano y por ello leonés que no castellano: 

¡RECTIFIQUEN¡, aún es tiempo de esperanza…

Buenos y bañezanos días.

FOTO: ibañeza.es

Una mirada bañezana en la distancia… la estación, el lugar de los adioses.

Cae la tarde y anochece con el frio habitual de un enero leonés. La niebla meona característica del momento y el lugar, pone el ingrediente de intriga sobre el andén semivacío de la estación del ferrocarril. Un niño con apenas 11 años espera que, por algún lugar entre la penumbra, llegue el tren con sus caracteristicos resoplidos y envuelto en nuve densa de vapor. Surge de la penumbra rechinando los frenos sobre la vía, la imponente locomotora alimentada con carbón. Año 1965. Fue el primer adiós. 

Con aquel tren a punto de arrancar entre alaridos de la vieja máquina y el humo de sus calderas que lo envolvía todo, el niño partía hacia un destino desconocido, el internado de Fuenterrabía, junto a las riberas fronterizas del rio Bidasoa. Se alejaba por primera vez del pueblo que lo vio nacer, dejando atrás las enjoyadas riberas de nuestros ríos bañezanos. Atrás quedaban sus amigos del barrio, sus compañeros de las escuelas Villa, el calor de su familia o las tardes de domingo en la plaza mayor, donde correteaba mientras sonaban desde lo alto del templete los acordes de la banda de música, sabiamente dirigida por D. Joaquín Celada. 

Estas líneas que anteceden, bien pudieran encontrarse en algún relato ya escrito anteriormente. Posiblemente novelado por una pluma más avezada, sin la concreción del territorio, La Bañeza o la referencia específica del niño que la protagoniza. Pero hubo una segunda partida, esta más dolorosa, ya con los diez y ocho recién cumplidos. Una edad en la que la huella de lo vivido quema el alma de los que se ven obligados por la vida a dejar el manto protector de su ciudad. Emigrar buscando salidas que en el entorno no encontraba, me alejo de calles y plazas, de aquellas esquinas llenas de risas en las que había crecido y a las que salvo de esporádicas visitas aún no he vuelto.

Cada vez que la vida me ha situado al borde de un andén de estación o en la terminal de un aeropuerto, en demasiadas ocasiones, siempre me ha abordado el recuerdo de aquella primera vez. Pareciera que el reloj del tiempo se hubiera parado. La misma sensación de prisa, la misma actividad frenética de los que se van para llegar a tiempo de partir. En contraste con los sentimientos de los que quedan sobre el anden o la terminal. Miradas perdidas, algunas mejillas humedecidas mientras apenas pueden decir adiós. Un poco más allá, otros esperan la salida hacia su destino. Gentes que ni se miran ni se conocen, reunidos en un mismo espacio con la mente puesta en otro lugar. Quizá el que dejan o quizá aquel al que esperan llegar. Una amalgama de expresiones que afloran en sus miradas directamente relacionadas con los sentimientos que viven en su interior. Siempre he sentido una enorme sensación de soledad y de frio interior en estos lugares impersonales, sobre los que quedaron tantos momentos indescifrables.

Ayer sábado, volví a pisar las vías abandonadas y lo que queda de los andenes de aquella estación del tren, la nuestra. Han pasado muchos años y tantas cosas desde aquel difuminado enero del 65, que, en el silencio de esta mañana soleada, me parece escuchar el trajín de otro tiempo, de otra época. Cuando con la llegada de algún tren, era frecuente ver poblarse el andén de lugareños cargados con sus enseres y productos para vender en la feria semanal. O simplemente con el serillo vacío, al que incorporar las necesidades que cada uno pudiera soportar con los bolsillos de entonces, casi siempre vacíos de moneda practicable. Un poco más allá, la zona de vías muertas sobre la que yacen esqueletos callados de vagones, a la espera de ser descargados por algún bracero, urgido de poder ganarse el pan para sus hijos, al menos, ese día. Una época en la que, lamentablemente, siempre hubo más braceros que mercancía a trajinar. Sin subsidios de supervivencia ni otras cuitas a las que acogerse. A brazo partido, nunca mejor dicho, contra la adversidad y las circunstancias de cada uno y del momento que les toco vivir. 

La estación del tren, la de entonces,  no solo era un lugar de ir y venir de viajeros, estudiantes y paisanos. También era un entorno en el que otras vivencias y experiencias tenían su discurrir diario. Los propios empleados, algunos residentes en la vivienda de la parte superior del edificio. La expedición y recogida de pequeñas mercancías. El correo con el que llegarían las ansiadas cartas de los ausentes, algunas de ardorosos sentimientos. Otras simplemente traían noticias de algún conocido o familiar en destinos lejanos. ¿Quién no recuerda la mano temblorosa y sentir que el pecho se le rompía, mientras apenas acertaba a abrir el sobre que las contenía? Aquellas cartas, que eran toda la comunicación existente, entraban y salían por la estación del tren. Al otro costado, el jardinillo. Un pulmón verde de árboles eternos, testigos callados de tantos encuentros de intimidad juvenil o no tanto, al amparo de miradas indiscretas, entre el silencio roto por los besos salados de tantas despedidas, de tantos adioses sin retorno … 

Buenos y bañezanos días.

Una mirada bañezana en la distancia…la plaza de los cacharros

La primera cuestión que me asalta al abordar estas reflexiones, apelando a la memoria personal y también, como no podía ser de otra manera, a la colectiva, es como debo denominar a este espacio de dimensiones reducidas en lo físico y sin embargo, por momentos, inabordable cuando se pretende acceder a todo lo que en el se encierra. A lo largo de su dilatada existencia ha tomado nombres tan sonoros como plaza de los Reyes Católicos, “parque infantil”, Plaza de la Cruz Dorada, o la actual de Obispo Alcolea. Si bien durante un tiempo no muy lejano fue conocida y así la recordamos muchas generaciones de bañezan@s y comarcan@s como Plaza de los Cacharros. En clara alusión y referencia a la muestra de todo tipo de útiles domésticos de barro, presentes en las mañanas de mercado de los sábados, los de entonces, en el que la oferta se centraba exclusivamente en los productos que daba la tierra y se ubicaba en diferentes espacios, siempre en los alrededores de la Plaza Mayor.  

Siguiendo la estela del mercado sabatino, la plaza de los cacharros se convertía a su vez en un reducto de cultura. Tradición y costumbres se abrazaban amablemente en sus rincones y soportales. Eran habitaules los encuentros heterogéneos de paisan@s de todo tipo, edad  y condición en torno a los tesoros que jiminieg@s, en su mayoría, pero también zamoran@s de la comarca de Pereruela, habían elaborado con sus manos callosas, sabias y artesanas. Sobre el tapiz desnudo de la plaza se extendían la extensa colección de cacharros, que siguiendo la historia, ­continuaban elaborándose con la materia extraída de las propias entrañas de la tierra, para ser trabajada y moldeada, hasta convertirla en preciados útiles de cocina para los hombres y mujeres de nuestros tiempos. 

Este noble oficio de la alfarería, parte consustancial de la cultura de un pueblo, era capaz de nutrir de todo aquello que fuera menester tener en las alacenas de cualquier cocina que se preciara. Desde la humildes cazuelas, para las no menos humildes sopas de ajo leonesas –que no castellanas– que tanto hambre quitaron, y los cucharones o el pote para el fuego bajo, bastante común, por entonces, en las casas de los pueblos de la comarca. Tarteras ­–de Pereruela mejor– o las tarterillas y jarras leonesas, sin faltar los recipientes para elaborar las queimadas con su ceremonial orientado a combatir los conjuros de la meigas, que «haberlas haylas». Consciente o quizá inconscientemente he dejado para el final la joya de la corona –alfarera por supuesto– el noble botijo. Hermoso artilugio, capaz de saciar la sed de nuestros paisan@s afanados en las duras tareas del campo bajo el sol de justicia o más bien de injusticia. Con brillo exterior o sin el, no había casa, humilde o pudiente, en la que no existiera en algún rincón, ­ventilado esos si, el “frigorífico” de la época con su bendita y apreciada agua fresca. Todos los objetos citados y otros muchos teñían del color rojizo de la tierra los grises anónimos y fríos del suelo callado de la pequeña plaza.

Per este decorado sabatino se disipaba y diluía con las últimas horas de la mañana. Paisan@s, alfarer@s y gentes de la contorna iban abandonando el lugar dejando sobre él la huella indeleble de su presencia matutina. Cual atrezo sobre el escenario del cercano teatro, este también sufría la necesaria modificación para dejar paso a otro tipo de representación. La imagen de la plaza cambiaba de protagonistas en las mañanas del resto de la semana ordinaria. Los actores principales y secundarios, incluso los figurantes que tomaban el lugar, apenas levantaban unos palmos de suelo y sus enseres ya no eran el barro recio y rojizo sino el lápiz y los cuadernos con las primeras letras. El recinto se poblaba de niñ@s y adolescentes dispuestos a moldear el conocimiento  que –desde los centros escolares allí ubicados– maestros, profesores y monjas trataban de inculcar en tan prolija audiencia. 

Tal vez, por que no, podría haberse denominado también como la plaza de l@s escolares. En este recinto se concentraba la gran mayoría de las plazas escolares de nuestra ciudad. Allí confluían alumn@s en representación de todos los estratos sociales del momento.  Desde la enseñanza pública de las escuelas villa, reservada habitualmente para los niños de familias humildes y sin posibles que les permitiera sufragar el coste que suponía la enseñanza privada de la academia o el colegio de las monjas carmelitas. No es difícil suponer que la presencia de estos tres centros, con independencia de la cuestión, ya referida, de las diferencias sociales,  agrupaba en su entorno a una nutrida población de estudiantes ávidos por aprender siguiendo los dictados de la enciclopedia Álvarez. Pero esta conjunción de destinos escolares también implicaba la interacción entre ellos. Quién no recuerda la hora de entrada y salida de clases, los horarios coincidían, con la poblada plaza de los cacharros, ahora rebosante de estudiantes, apurando los minutos para seguir un rato más el juego interrumpido en el recreo de media mañana.

Pero también era el momento, a la salida de clases, en el que las alumnas de las monjas y los alumnos de la academia y de las escuela villa se mezclaban entre si. Algunos flirteos surgían entre los soportales discretos de la “cacharrosa” plaza. Eran tiempos –década de los sesenta– en los que la enseñanza ­mediatizada por el régimen, la iglesia y la mojigatería social del momento, no permitía que ambos sexos compartieran pupitres. Por momentos la plaza se convertía en un espacio compartidos para los anhelantes e infantiles componentes del espacio de juego, más allá de cuestiones de adultos como la clase o condición sexual,. Algunas cuestiones relacionadas con la rivalidad natural entre centros, se dirimieron por el alumnado de la academia y de las escuelas villa. De orden deportivo y de las otras, parapetados por momentos en las verjas que custodiaban a una parte de los caídos, y que se encontraba situada en el medio de la plazoleta.

En las inmediaciones de las escuelas villas, en la zona de entrada reservada a las niñas, se encontraba la casa del inolvidable –para buena parte de las generaciones nacidas en los 50 y 60– fotógrafo Víctor. Entre las vivencias del momento recuerdo con total nitidez, la inmensa satisfacción al visitar, con apenas nueve años, aquella sala en la que practicaba su afición deportiva y que era lo más parecido a un gimnasio que hubiera podido contemplar. Un hombre afable con su mostacho enorme y cuerpo atlético, que con extrema paciencia accedía a mostrarnos su colección de pesas o las anillas en las que intentaba practicar la figura del ángel, de gran actualidad gracias al gran gimnasta español de los cincuenta, Joaquín Blume. Bajo su mirada escudriñadora quedaron retratados tantos momentos y gentes, que desde donde se encuentre, podría ilustrarnos durante largo tiempo con sus anécdotas, afabilidad y voz profunda. La casa en la que se encontraba su estudio de fotografía bien podría haberse convertido en un reducto en el que activar la memoria colectiva de una ciudad y su comarca, al margen de infantas efímeras.

La plaza de los cacharros, sin duda, se presta a ser contemplada desde diferentes prismas y múltiples miradas. En este humilde viaje por la memoria personal, he tratado de plasmar algunas de ellas, pero hay muchas otras posibles. Este rincón bañezano es uno de esos lugares a los que la inercia del subconsciente me empuja a visitar cada vez que tengo la fortuna, siempre escasa, de perderme entre las calles de mi niñez y juventud. Cientos de anécdotas encerradas y enterradas bajo las aceras y baldosas situadas tras la remodelación, escondidas entre las columnas de los soportales que aún perduran y que al caminar entre ellos aún me susurran los sonidos y muestran los colores y los olores de aquellas mañanas de sábado y barro, de tantos juegos olvidados…

Buenos y bañezanos días.

Una mirada bañezana en la distancia… el templete

Ya avanzada la tarde de un domingo caluroso del verano bañezano de 1963, dejamos a nuestra espalda las aventuras y fantasías vividas en el parque de los sueños infantiles. Es hora de retornar, tras larga caminata, al hogar dulce hogar. Encaminando la calle Astorga, la de aquellos tiempos, de frenética actividad en la que la vida fluía a borbotones por sus estrechas aceras, llegamos a la Plaza Mayor. Lugar multiusos, en el que jueves, domingos y días festivos suena la música desde un lugar emblemático, el templete. Con sus diferentes estructuras, de madera desmontable y más tarde de hierro, pero siempre bajo la atenta mirada de la casa de todo@, el Ayuntamiento y de la casa de Dios, la torre de Santa María.

El templete ha sido, lo que ahora se denomina mobiliario urbano, un elemento de gran notoriedad desde finales del siglo XIX. Concretamente desde 1896, hasta la reforma de la Plaza Mayor en 1967, en la que desapareció. En sus inicios fue de madera, se preparaba y desmontaba para las fiestas de la Patrona. En él la banda municipal interpretaba y deleitaba a las gentes del lugar con su música.  Ya entrado el nuevo siglo, en 1909, se colocó el que much@s de nosotr@s conocimos, inaugurado con la solemnidad requerida el 25 de octubre de dicho año. Construido en hierro por la Casa Corcho y Compañía, de Santander, que supuso para las arcas municipales de la época, un coste, instalación incluida, de 2.500 ptas. A ello contribuiría, sin duda, la figura del alcalde del momento Don Robustiano Pollán Rodríguez –gracias a su bisnieto Toño Pollán por estos datos– y la del secretario municipal Don Gaspar Julio Pérez Alonso, ambos declarados y notables melómanos. A lo largo de su “agitada” existencia, el templete, ha estado sujeto a diferentes versiones y modificaciones que no son el objeto de este comentario.  

Para los nacidos en la década de los 50, concretamente en mi caso en el 54, la plaza era el espacio de los días festivos. Acudíamos con lo que denominaban, nuestros mayores, como la ropa de los domingos. Engalanados convenientemente para mostrarnos en aquella sociedad en blanco y negro, nos prestábamos a escuchar el concierto, que bajo la experta y severa batuta de Don Joaquín Celada Gago – de corta estatura pero pronunciado carácter– en el que sonaban las notas de algún pasodoble del momento. Confieso que apenas recuerdo el sonido de la música, sin que pueda identificar en ningún caso a que obra o autor se referían.

L@s niñ@s aún teníamos energía, desgastada por la tarde en el parque Juan de Ferreras, para continuar con una actividad propia de la infancia feliz en la que nos encontrábamos. Jugar era la palabra mágica, y para eso el espacio se prestaba especialmente. Debajo del propio templete, entre las columnas de los soportales que rodeaban el lugar, visitando la esquina, junto a la pescadería de Moratinos, los puestos de caramelos y chucherías de la abuelicas a comprar una perrona de pipas o chufas. Sin olvidar el carro de los helados de Manteca o el bombo de la suerte del barquillero con sus obleas rellenas de miel, o la tentación cuasi insalvable del aroma dulzón y envolvente de pastelería Baudilio.

No quiero dejar de lado las correrías entre los taxis –o coches de punto– situados en la entrada principal de la iglesia Santa María,  o las visitas al quiosco de Fortunato, en el lateral de la iglesia situado en la por entonces dinámica calle de la verdura. Justo enfrente del quiosco, se encontraba el mesón que conocimos como de Felipe Román –gracias Covadonga Ortiz y y Esther Ruvira por ayudarme a recordar–, en el que los paisanos de la comarca aparcaban, en sus cuadras interiores, sus caballerías en los días de mercado. No puedo dejar de mencionar la terraza, –foto gentileza de Laureano Puente– quizá la primera existente en la plaza, del bar Ideal en la parte opuesta al templete.

Mientras escribo estas líneas, afloran en mi retina las imágenes de una plaza abarrotada de familias ataviadas con sus mejores galas, humildes en la mayoría de los casos. Ellos camisa blanca con mangas arremangadas hasta medio brazo, ellas con vestidos simples y recatados auto confeccionados –en muchos casos– para los días especiales. La infancia, inconsciente de la dificultad que suponía en muchas de las ocasiones para nuestros progenitores distraer unos céntimos de las escuálidas economías de final de los cincuenta y primeros de los sesenta, reclamaba con vehemencia el trofeo que suponía el barquillo o el helado de vainilla o mantecado.

Entre pasodobles y boleros iba cayendo la tarde. El reloj de la torre del Ayuntamiento marcaba los cuartos sonoramente para llegado el momento indicar la hora con el número de sonidos equivalente. Entre la población infantil, algunas patinadoras avezadas y otras no tanto, sorteaban los obstáculos como buenamente podían. Era conveniente cuidarse de no tocar los postes que sujetaban del templete, el de hierro santanderino, para evitar las descargas eléctricas que producían.

Hace un buen rato que el astro rey se ha ocultado tras las bodegas de Jiménez de Jamuz. La penumbra comienza a extenderse y ya se aprecia con nitidez la farola con árbol de cinco luces situada en el medio de la plaza. La banda de música ha dado por concluido su concierto de hoy. Es la hora de recogerse y con las pocas fuerzas restantes caminar hacia la casa familiar donde reposar y reponerse de los esfuerzos y las emociones vividas. Nada que no pudiera solventarse mediante el descanso reparador, entre sueños y aventuras flotando en la penumbra mortecina de unos parpados que se cierran inevitablemente, acochados sobre la acogedora y amiga almohada…

Buenos y bañezanos días.

Una mirada bañezana en la distancia… el parque Juan de Ferreras

Dejando atrás la refrescante jornada vivida junto al rio en las campas de la corneta, tomamos el camino que sale a la derecha y nos lleva por la ribera bañezana del rio Tuerto al encuentro con el hermano Duerna. Este llega escaso de agua pero plenamente  impregnado con las esencias de las tierras de la Valduerna. Dejamos a un lado el lugar conocido como el tropezón, que guarda celoso la intimidad escondida de tantos momentos, de adolescencia y juventud, vividos en su entorno. Pronto asoman las edificaciones que delimitan la nacional VI, o la carretera general como siempre la recuerdo yo, permítaseme esta licencia. La silueta del, otrora, restaurante de los Candongos, así creo que se llamaba, nos indica que el parque esta cerca. Aún hemos de volver a sufrir el cruce de la susodicha carretera para acceder ahora sí, al mundo de los sueños infantiles.

En las tardes de esos veranos de sol inclemente cayendo sobre las abiertas llanuras de nuestra comarca, buscar el refugio de esos gigantes verdes que se elevaban en altura hasta perder la mirada, era preciso. La majestuosidad de estos colosos arbóreos nos hacía sentir empequeñecer por momentos. Mientras, a la vez que protegidos bajo su manto protector de ramajes caprichosos, surgían, apenas caía la luz, imágenes y figuras por momentos fantasmagóricas, que crecían en nuestras mentes infantiles con imaginación desbordada. 

Perdernos por el laberinto de caminos que circundaban el pequeño lago, al margen de producir sensación de estar viviendo una aventura única, provocaba tal ansiedad en nuestros progenitores que no les permitía disfrutar del relajo buscado. Ellos, siempre atentos, permanecían aposentados en uno de los bancos blancos, a la sombra protectora de la poblada arboleda. El griterío de la numerosa colonia infantil se hibridaba con el graznar -cua, cua, cua– de los, a nuestros ojos infantiles, enormes patos blancos. Por momentos el conglomerado de sonidos iba componiendo una sinfonía abrupta e ininteligible. En el interior del lago mencionado se encontraba una pequeña isla en la que se alojaban los patos en la casita creada a tal efecto. 

A nuestra mirada infantil, lo que contemplábamos en las tardes de algunos domingos, nos hacían vivir un sinfín de aventuras que convertían en castillo insalvable la casita de los patos, y el islote, sobre el que se asentaba, en un lugar que conquistar y descubrir. Para ello había que vadear el lago. Alguna vez lo intentamos, con la inconsciencia propia de la temprana edad y prestos a vivir la aventura que soñábamos ingenuamente. Mojado y frustrado por no haber logrado consumar la conquista planeada y convenientemente reprendido por mis padres, quede confinado a los dominios de estos, entre llanto compungido que no consiguió árnica alguna. 

Buen momento, consideraron mis mayores para, mientras el calor del lugar me secaba los pantalones cortos, reponer fuerzas y merendar. Un bocadillo de pan, de hogaza de las de entonces, de casa Montiel, con una onza de chocolate ZEKI o quizá SANTOCILDES. Era domingo y por ello día de pequeños extras. En uno de los cajones de mi memoria figura de forma nítida la imagen de un vaso de plástico plegable, de forma cónica, compuesto por aros de distintos colores,  que se recogían y que una vez desplegado permitía beber el agua recogida de la fuente existente en el lugar. Una muestra de esas pequeñas cosas, cuasi insignificantes, que sin saber la causa se graba en nuestra memoria para permanecer almacenada a lo largo del tiempo.

Mientras, la docta mirada, de uno de los bañezanos más ilustres de nuestra historia, Don Juan de Ferreras (1652-1735), lo observaba todo. Alojado en elevado pedestal  desde el que sigue ejerciendo «tiempo ha» como académico de la lengua y renombrado historiador. Con la yerma mirada que comporta la pétrea figura, vigila el frenético trajín de patos, niñ@ y mayores, con esa templanza que corresponde, sin duda, a su inquebrantable posición. 

Para los residentes y nacidos en las zonas periféricas de nuestra ciudad, los barrios en general entre los que citaré el Polvorín, el Convento y sus aledaños como la calle Armonía, o mi barrio San Eusebio, escoltado en paralelo por el camino de Santa Elena o la calle Libertadores, la distancia a recorrer para retornar a casa era considerable. No había apenas vehículos, ni autobuses urbanos, y los taxis, conocidos como «coches de punto» estacionados en la plaza Mayor, no estaban al alcance de las economías, permítase el eufemismo, de la mayoría de los vecinos y comarcanos. Ya bien entrada la tarde noche, retornábamos a los dominios de nuestros juegos, al dulce hogar.

Atrás quedaba ese lugar mágico en el que anidaban multitud de fantasías infantiles de las que curaban a niños y mayores. Un lugar de acogida amable para jóvenes enamorados y también para solitari@s empedernid@s que buscaban refugio y tal vez tratamiento para sus males, más del espíritu que físicos. Un lugar terapéutico en el que quedarían, una vez más, enterradas algunas de las vivencias de unas cuantas generaciones. Los gigantes invencibles de grandes brazos enredados fueron abatidos por las frías maquinas. Había que dejar espacio para la construcción de lo que sería conocido y tal vez infrautilizado, como centro de salud…

Buenos y bañezanos días.

Una mirada bañezana en la distancia…la corneta

Apenas acalladas, a duras penas, las emociones vividas en torno a nuestro Café Pasaje, iniciamos camino hacia un nuevo lugar en el que promover los recuerdos adormecidos por el paso del tiempo: la corneta. Con el regusto amargo del café, magistralmente servido por Marcelo, vamos dejando atrás los vestigios del comercio de otra época. Siguiendo la acera de la derecha, las carnicerías de Tagarro y De la Fuente o las pescaderías de Julia y ya, a punto de entrar en la plaza, la de Moratinos. Sin olvidarnos del rincón de los sueños infantiles, almacenes Perico, ubicado en la esquina anterior. Ya en la plaza y bordeándola por la derecha, surge pleno el dulzor envolvente de la pastelería de Baudilio o los aromas de los perfumes a granel de Ninfa.

Enfilamos la calle Manuel Diz, que nos deja en los inicios de la que hoy luce el nombre de otro ilustre bañezano, Odón Alonso. Resulta obligado  efectuar un alto en el camino, en las puertas del glamour hollywoodiense del inolvidable California. ¡Ay! aquellas tardes de cine. Cuántos recuerdos y experiencias vividas en sus butacas, incluso algunas en grata y deseada compañía… Continuamos transito hacia lo que fue el muro no de Berlín sino el bañezano. El cruce de la tristemente, para much@s paisanos de la comarca que habían de franquear la famosa carretera general, como así la denominábamos en la época. Un muro por momentos inabordable que seguía separándonos, a nosotros también, del objetivo buscado.

Sorteando grandes y veloces vehículos conseguimos cruzar y por fin acceder a la pradera verde y grande en la que los veranos parecían no tener fin. A la derecha una larga fila de chopos enhiestos delimitaba el borde exterior, acogiendo bajo su manto de fresca sombra a las familias o tal vez solo a las madres con sus abundantes criaturas. Eran otros tiempos, y el número de vástagos por familia no era extraño que superara los tres, o incluso, cuatro componentes. Ellas, las madres, permanecían de tertulia sobre las vicisitudes diarias. Tal vez fuera el conato de las actuales redes sociales pero sin red, aunque si muy social. Toda una prole inquieta y ansiosa se desplegaba por las orillas de la piscina fluvial creada a tal efecto.

El agua se embalsaba mediante una presa artesanal y provisional, supongo que creada para el momento por parte de un Ayuntamiento aún lejano de las lides democráticas. En las orillas del rio Tuerto, que ya había recibido, unos metros más arriba, el abrazo hermano del Duerna, el bullicio y los artilugios acuáticos dominaban la puesta en escena. Niñas y niños, también adolescentes en l@s que ya bullía un sinfín de sentimientos y los primeros embelesos, con la mirada centrada en un@ imagen más soñada que real, perdida entre la pequeña marabunta que se formaba, plena de gritos y las primeras aguadillas.

Mientras, navegaban en la cubierta negra y redonda, a modo de una imponente embarcación en forma de cámara reciclada de algún camión, la o el objetivo de tanto desvelo de tanto desasosiego, quizá no correspondido. Aguas arriba, l@s recién estrenados en la adolescencia, realizábamos competiciones de natación tratando de emular al gran campeón del momento, que encarnaría el personaje de Tarzán,  Johnny Weissmüller. También había tiempo para explorar las riberas, a las que nuestro poeta de cabecera, Antonio Colinas, aún no había enjoyado. Escudriñar los juncales que habitaban bajo las inmediaciones del puente de Requejo, formaba parte de la iniciación en los juegos inocentes del galanteo, rebosante de miradas huidizas, de ruborizaciones delatoras y de sonrisas nerviosas…

Ya avanzada la tarde, la cantina, situada en la parte izquierda de la entrada, comenzaba a poblarse de adultos. Hombres en su mayoría, que después de faenar una larga jornada refrescaban el gaznate con los porrones cristalinos a los que no todos podíamos acceder. Porrones de vino o cerveza, que, habitualmente, se jugaban en las partidas de tiro a la rana, que insaciable e impertérrita tragaba, a veces, las fichas que le lanzaban. El desafío consistía en introducir las fichas que, las manos expertas, lanzaban desde una distancia indeterminada, que a mis ojos de adolescencia flamante, resultaba insalvable.

Aún la sombra de la tarde no se extendía sobre las campas pobladas de ilusionadas andanzas. Quedaba margen para nuevas aventuras. Hay un personaje de la época que aunque la primera vez que lo vi fue en el tropezón, algunas tardes aparecía a demostrar sus habilidades en la corneta. Me refiero al que llamábamos “barba chey” o algo similar. Un ser extraño de nacionalidad extranjera, creo recordar que de los países del Este, capaz de colocarse en la barbilla un enorme poste de madera y soportarlo durante un cierto tiempo en equilibrio. Cada vez que lo contemplaba mi asombro iba creciendo. Cuántos tratamos de emular sus habilidades, con una simple vara desgajada de alguna rama de árbol próximo, sin éxito alguno.

El bullicio de las riberas acuosas ya se había callado, las aguas se deslizaban mansamente, buscando encontrarse, apenas unos metros cauce abajo, con el hermano Órbigo. La penumbra que se extiende sobre la pradera va poniendo, con tozudez cuasi impertinente, fin a la jornada. Una más de esas tardes interminables, de esos veranos sin fin de nuestra niñez y adolescencia.

PD.- La piqueta y la modernidad dejarían, mediante su inmisericorde trabajo, enterrados bajo la moderna pileta de la piscina inaugurada en el verano de 1972, historias de adolescencia como la que he tratado de poner negro sobre blanco en las líneas anteriores, y que cada un@ podrá pintar con pinceladas propias…

Buenos y bañezanos días.