Una mirada bañezana en la distancia…la plaza de los cacharros

La primera cuestión que me asalta al abordar estas reflexiones, apelando a la memoria personal y también, como no podía ser de otra manera, a la colectiva, es como debo denominar a este espacio de dimensiones reducidas en lo físico y sin embargo, por momentos, inabordable cuando se pretende acceder a todo lo que en el se encierra. A lo largo de su dilatada existencia ha tomado nombres tan sonoros como plaza de los Reyes Católicos, “parque infantil”, Plaza de la Cruz Dorada, o la actual de Obispo Alcolea. Si bien durante un tiempo no muy lejano fue conocida y así la recordamos muchas generaciones de bañezan@s y comarcan@s como Plaza de los Cacharros. En clara alusión y referencia a la muestra de todo tipo de útiles domésticos de barro, presentes en las mañanas de mercado de los sábados, los de entonces, en el que la oferta se centraba exclusivamente en los productos que daba la tierra y se ubicaba en diferentes espacios, siempre en los alrededores de la Plaza Mayor.  

Siguiendo la estela del mercado sabatino, la plaza de los cacharros se convertía a su vez en un reducto de cultura. Tradición y costumbres se abrazaban amablemente en sus rincones y soportales. Eran habitaules los encuentros heterogéneos de paisan@s de todo tipo, edad  y condición en torno a los tesoros que jiminieg@s, en su mayoría, pero también zamoran@s de la comarca de Pereruela, habían elaborado con sus manos callosas, sabias y artesanas. Sobre el tapiz desnudo de la plaza se extendían la extensa colección de cacharros, que siguiendo la historia, ­continuaban elaborándose con la materia extraída de las propias entrañas de la tierra, para ser trabajada y moldeada, hasta convertirla en preciados útiles de cocina para los hombres y mujeres de nuestros tiempos. 

Este noble oficio de la alfarería, parte consustancial de la cultura de un pueblo, era capaz de nutrir de todo aquello que fuera menester tener en las alacenas de cualquier cocina que se preciara. Desde la humildes cazuelas, para las no menos humildes sopas de ajo leonesas –que no castellanas– que tanto hambre quitaron, y los cucharones o el pote para el fuego bajo, bastante común, por entonces, en las casas de los pueblos de la comarca. Tarteras ­–de Pereruela mejor– o las tarterillas y jarras leonesas, sin faltar los recipientes para elaborar las queimadas con su ceremonial orientado a combatir los conjuros de la meigas, que «haberlas haylas». Consciente o quizá inconscientemente he dejado para el final la joya de la corona –alfarera por supuesto– el noble botijo. Hermoso artilugio, capaz de saciar la sed de nuestros paisan@s afanados en las duras tareas del campo bajo el sol de justicia o más bien de injusticia. Con brillo exterior o sin el, no había casa, humilde o pudiente, en la que no existiera en algún rincón, ­ventilado esos si, el “frigorífico” de la época con su bendita y apreciada agua fresca. Todos los objetos citados y otros muchos teñían del color rojizo de la tierra los grises anónimos y fríos del suelo callado de la pequeña plaza.

Per este decorado sabatino se disipaba y diluía con las últimas horas de la mañana. Paisan@s, alfarer@s y gentes de la contorna iban abandonando el lugar dejando sobre él la huella indeleble de su presencia matutina. Cual atrezo sobre el escenario del cercano teatro, este también sufría la necesaria modificación para dejar paso a otro tipo de representación. La imagen de la plaza cambiaba de protagonistas en las mañanas del resto de la semana ordinaria. Los actores principales y secundarios, incluso los figurantes que tomaban el lugar, apenas levantaban unos palmos de suelo y sus enseres ya no eran el barro recio y rojizo sino el lápiz y los cuadernos con las primeras letras. El recinto se poblaba de niñ@s y adolescentes dispuestos a moldear el conocimiento  que –desde los centros escolares allí ubicados– maestros, profesores y monjas trataban de inculcar en tan prolija audiencia. 

Tal vez, por que no, podría haberse denominado también como la plaza de l@s escolares. En este recinto se concentraba la gran mayoría de las plazas escolares de nuestra ciudad. Allí confluían alumn@s en representación de todos los estratos sociales del momento.  Desde la enseñanza pública de las escuelas villa, reservada habitualmente para los niños de familias humildes y sin posibles que les permitiera sufragar el coste que suponía la enseñanza privada de la academia o el colegio de las monjas carmelitas. No es difícil suponer que la presencia de estos tres centros, con independencia de la cuestión, ya referida, de las diferencias sociales,  agrupaba en su entorno a una nutrida población de estudiantes ávidos por aprender siguiendo los dictados de la enciclopedia Álvarez. Pero esta conjunción de destinos escolares también implicaba la interacción entre ellos. Quién no recuerda la hora de entrada y salida de clases, los horarios coincidían, con la poblada plaza de los cacharros, ahora rebosante de estudiantes, apurando los minutos para seguir un rato más el juego interrumpido en el recreo de media mañana.

Pero también era el momento, a la salida de clases, en el que las alumnas de las monjas y los alumnos de la academia y de las escuela villa se mezclaban entre si. Algunos flirteos surgían entre los soportales discretos de la “cacharrosa” plaza. Eran tiempos –década de los sesenta– en los que la enseñanza ­mediatizada por el régimen, la iglesia y la mojigatería social del momento, no permitía que ambos sexos compartieran pupitres. Por momentos la plaza se convertía en un espacio compartidos para los anhelantes e infantiles componentes del espacio de juego, más allá de cuestiones de adultos como la clase o condición sexual,. Algunas cuestiones relacionadas con la rivalidad natural entre centros, se dirimieron por el alumnado de la academia y de las escuelas villa. De orden deportivo y de las otras, parapetados por momentos en las verjas que custodiaban a una parte de los caídos, y que se encontraba situada en el medio de la plazoleta.

En las inmediaciones de las escuelas villas, en la zona de entrada reservada a las niñas, se encontraba la casa del inolvidable –para buena parte de las generaciones nacidas en los 50 y 60– fotógrafo Víctor. Entre las vivencias del momento recuerdo con total nitidez, la inmensa satisfacción al visitar, con apenas nueve años, aquella sala en la que practicaba su afición deportiva y que era lo más parecido a un gimnasio que hubiera podido contemplar. Un hombre afable con su mostacho enorme y cuerpo atlético, que con extrema paciencia accedía a mostrarnos su colección de pesas o las anillas en las que intentaba practicar la figura del ángel, de gran actualidad gracias al gran gimnasta español de los cincuenta, Joaquín Blume. Bajo su mirada escudriñadora quedaron retratados tantos momentos y gentes, que desde donde se encuentre, podría ilustrarnos durante largo tiempo con sus anécdotas, afabilidad y voz profunda. La casa en la que se encontraba su estudio de fotografía bien podría haberse convertido en un reducto en el que activar la memoria colectiva de una ciudad y su comarca, al margen de infantas efímeras.

La plaza de los cacharros, sin duda, se presta a ser contemplada desde diferentes prismas y múltiples miradas. En este humilde viaje por la memoria personal, he tratado de plasmar algunas de ellas, pero hay muchas otras posibles. Este rincón bañezano es uno de esos lugares a los que la inercia del subconsciente me empuja a visitar cada vez que tengo la fortuna, siempre escasa, de perderme entre las calles de mi niñez y juventud. Cientos de anécdotas encerradas y enterradas bajo las aceras y baldosas situadas tras la remodelación, escondidas entre las columnas de los soportales que aún perduran y que al caminar entre ellos aún me susurran los sonidos y muestran los colores y los olores de aquellas mañanas de sábado y barro, de tantos juegos olvidados…

Buenos y bañezanos días.

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