Desayuno con…septiembre, olor a despedida

Pasar la hoja del calendario gregoriano que rige nuestras vidas en el mundo occidental y encontrarme con septiembre, siempre me ha producido una extraña sensación. Una sutil y nostálgica reacción que anida en mi mente desde la ya lejana adolescencia. Con él, todo empieza a cambiar. De pronto, sin aclimatación posible, nuestras vidas impregnadas de rutina veraniega se alteran tratando de adaptarse al nuevo tiempo que cruelmente golpea nuestra realidad. El verano ha finalizado.

La brisa de la mañana nos despierta con frescor olvidado. El sol se acerca más, como queriendo mirarnos a los ojos y hablarnos de tú a tú, desde la tibieza con la que va languideciendo en el horizonte. Mientras, nuestras calles se enfrían, en los jardines y parques comienza la sinfonía callada que glosan las hojas en su caída. Los bancos, otrora repletos, están vacíos y silentes atisbando el cambio de estación que se anuncia sin demora. Sentado sobre uno de esos solitarios e inertes testigos mudos del paseo, mi mente navega caprichosamente en el tiempo hasta la turbada adolescencia de aquellos intensos, largos y casi eternos veranos.

Por aquella época, a caballo entre la “piscina” natural de nuestro río a su paso por la Corneta y lo que termino siendo la actual piscina, nuestra ciudad era el destino preferido de tantos asturianos anhelantes de respirar los limpios y secos aires bañezanos. Con ellos cambiaba el tono y acento de las conversaciones callejeras y de los establecimientos del momento. La fisonomía de nuestras calles se modificaba de forma sustancial. También las relaciones de las pandillas, siempre dispuestas para hacer hueco a los que siguiendo a sus progenitores llegaban de tierras asturianas. Algunas excursiones a lo que conocíamos como el lago de las damas, el monte iglesias  y más de un guateque compartido dan fe de ello.

Cuando el paso inapelable del tiempo nos colocaba en los primeros días de septiembre, nuestro discurrir diario se transformaba, era como si comenzara un nuevo año. Aún hoy, ese transitar del verano al incipiente otoño que ya se percibe con nitidez, me produce una situación de desasosiego e inquietud, más acorde con el sentimiento de una perdida irrecuperable que con el cambio de la hoja en el  calendario. Es una sensación inherente a lo que se va, sin posibilidad de retenerlo a nuestro lado. La partida de algo que se lleva momentos y vivencias que ya no serán repetibles. Siempre serán distintas, diferentes, algo habrá cambiado en los sujetos y escenarios que las hicieron posibles. Un amigo que parte y al que no volveremos a ver, quizá hasta el próximo verano. Esa flor guardada entre las paginas de nuestro libro de cabecera, que trata de mantener vivo el primer amor de adolescencia. Entre tanto, ya de vuelta al presente, abandono el diván callado y frío, retornando por el camino otoñal con su manto de tonos amarillentos y ocres, envuelto en el abrigo de paz y sosiego del que empezaba a estar necesitado. Mientras, en algún lugar próximo, suena el estribillo de una canción que pareciera hecha para el momento. ¡jamás tuvo una flor dos primaveras!

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