Apenas acalladas, a duras penas, las emociones vividas en torno a nuestro Café Pasaje, iniciamos camino hacia un nuevo lugar en el que promover los recuerdos adormecidos por el paso del tiempo: la corneta. Con el regusto amargo del café, magistralmente servido por Marcelo, vamos dejando atrás los vestigios del comercio de otra época. Siguiendo la acera de la derecha, las carnicerías de Tagarro y De la Fuente o las pescaderías de Julia y ya, a punto de entrar en la plaza, la de Moratinos. Sin olvidarnos del rincón de los sueños infantiles, almacenes Perico, ubicado en la esquina anterior. Ya en la plaza y bordeándola por la derecha, surge pleno el dulzor envolvente de la pastelería de Baudilio o los aromas de los perfumes a granel de Ninfa.
Enfilamos la calle Manuel Diz, que nos deja en los inicios de la que hoy luce el nombre de otro ilustre bañezano, Odón Alonso. Resulta obligado efectuar un alto en el camino, en las puertas del glamour hollywoodiense del inolvidable California. ¡Ay! aquellas tardes de cine. Cuántos recuerdos y experiencias vividas en sus butacas, incluso algunas en grata y deseada compañía… Continuamos transito hacia lo que fue el muro no de Berlín sino el bañezano. El cruce de la tristemente, para much@s paisanos de la comarca que habían de franquear la famosa carretera general, como así la denominábamos en la época. Un muro por momentos inabordable que seguía separándonos, a nosotros también, del objetivo buscado.
Sorteando grandes y veloces vehículos conseguimos cruzar y por fin acceder a la pradera verde y grande en la que los veranos parecían no tener fin. A la derecha una larga fila de chopos enhiestos delimitaba el borde exterior, acogiendo bajo su manto de fresca sombra a las familias o tal vez solo a las madres con sus abundantes criaturas. Eran otros tiempos, y el número de vástagos por familia no era extraño que superara los tres, o incluso, cuatro componentes. Ellas, las madres, permanecían de tertulia sobre las vicisitudes diarias. Tal vez fuera el conato de las actuales redes sociales pero sin red, aunque si muy social. Toda una prole inquieta y ansiosa se desplegaba por las orillas de la piscina fluvial creada a tal efecto.
El agua se embalsaba mediante una presa artesanal y provisional, supongo que creada para el momento por parte de un Ayuntamiento aún lejano de las lides democráticas. En las orillas del rio Tuerto, que ya había recibido, unos metros más arriba, el abrazo hermano del Duerna, el bullicio y los artilugios acuáticos dominaban la puesta en escena. Niñas y niños, también adolescentes en l@s que ya bullía un sinfín de sentimientos y los primeros embelesos, con la mirada centrada en un@ imagen más soñada que real, perdida entre la pequeña marabunta que se formaba, plena de gritos y las primeras aguadillas.
Mientras, navegaban en la cubierta negra y redonda, a modo de una imponente embarcación en forma de cámara reciclada de algún camión, la o el objetivo de tanto desvelo de tanto desasosiego, quizá no correspondido. Aguas arriba, l@s recién estrenados en la adolescencia, realizábamos competiciones de natación tratando de emular al gran campeón del momento, que encarnaría el personaje de Tarzán, Johnny Weissmüller. También había tiempo para explorar las riberas, a las que nuestro poeta de cabecera, Antonio Colinas, aún no había enjoyado. Escudriñar los juncales que habitaban bajo las inmediaciones del puente de Requejo, formaba parte de la iniciación en los juegos inocentes del galanteo, rebosante de miradas huidizas, de ruborizaciones delatoras y de sonrisas nerviosas…
Ya avanzada la tarde, la cantina, situada en la parte izquierda de la entrada, comenzaba a poblarse de adultos. Hombres en su mayoría, que después de faenar una larga jornada refrescaban el gaznate con los porrones cristalinos a los que no todos podíamos acceder. Porrones de vino o cerveza, que, habitualmente, se jugaban en las partidas de tiro a la rana, que insaciable e impertérrita tragaba, a veces, las fichas que le lanzaban. El desafío consistía en introducir las fichas que, las manos expertas, lanzaban desde una distancia indeterminada, que a mis ojos de adolescencia flamante, resultaba insalvable.
Aún la sombra de la tarde no se extendía sobre las campas pobladas de ilusionadas andanzas. Quedaba margen para nuevas aventuras. Hay un personaje de la época que aunque la primera vez que lo vi fue en el tropezón, algunas tardes aparecía a demostrar sus habilidades en la corneta. Me refiero al que llamábamos “barba chey” o algo similar. Un ser extraño de nacionalidad extranjera, creo recordar que de los países del Este, capaz de colocarse en la barbilla un enorme poste de madera y soportarlo durante un cierto tiempo en equilibrio. Cada vez que lo contemplaba mi asombro iba creciendo. Cuántos tratamos de emular sus habilidades, con una simple vara desgajada de alguna rama de árbol próximo, sin éxito alguno.
El bullicio de las riberas acuosas ya se había callado, las aguas se deslizaban mansamente, buscando encontrarse, apenas unos metros cauce abajo, con el hermano Órbigo. La penumbra que se extiende sobre la pradera va poniendo, con tozudez cuasi impertinente, fin a la jornada. Una más de esas tardes interminables, de esos veranos sin fin de nuestra niñez y adolescencia.
PD.- La piqueta y la modernidad dejarían, mediante su inmisericorde trabajo, enterrados bajo la moderna pileta de la piscina inaugurada en el verano de 1972, historias de adolescencia como la que he tratado de poner negro sobre blanco en las líneas anteriores, y que cada un@ podrá pintar con pinceladas propias…
Buenos y bañezanos días.