Semana Santa bañezana: una pasión

Hoy es domingo de ramos. Como tal se conoce en el mundo cristiano, al día que da inicio al periodo de recogimiento y penitencia que proclaman las voces autorizadas de la citada confesión religiosa. Tan es así que cuando pretendemos narrar este periodo, recurrimos a menudo a la descripción existente en el imaginario colectivo. El que  nos remite al  recorrido por las calles de una población cualquiera repartida por la geografía del territorio patrio.  Itinerarios, algunos aún adoquinados, abarrotados de gentes silentes, siguiendo el procesionar de los pasos portados por los hermanos cofrades. Desfiles en el que estos procesionan ataviados para la ocasión con sus mejores túnicas, todos dentro del recogimiento característico del acto en cuestión,  apenas roto por el sonido agudo de la campanilla que anuncia el reanudar de la marcha. 

Con lo indicado en el párrafo anterior podría estar refiriéndome a cualquier procesión de la semana santa, con independencia de la región y localidad en el que estuvieran ocurriendo. Sin embargo cuando añadimos que, “al transitar por la calle del Reloj, ya próximos a la puerta del café Pasaje, atenuando sus luces y cesando el ruido tintineante de las chapas –al golpear con el suelo circundado por el gran corro de jugadores ávidos de fortuna­­– en señal de respeto o simplemente por repetida tradición…”, le estaremos poniendo nombre al lugar y situándolo en el tiempo: la semana santa bañezana en el final de los años sesenta y principios de los setenta.

Semana santa como gustan denominarla unos, otros se inclinan por, al referirse a ella,  denominarla como semana de pasión. En el caso de nuestra ciudad procesiones santas y chapas con pasión, están estrechamente unidas y podrían definir por si solas las vivencias del citado periodo en la Bañeza.

En este escarbar por los rincones de la memoria, afloran imágenes de juventud incipiente, entre los 15 y los 17 años. En esas convulsas primaveras las procesiones nocturnas venían, habitualmente, precedidas por las tardes entre las encinas del monte Riego. En la zona en la que existió muchos años lo que algunas generaciones conocimos como el merendero de la Fragua y que luego tendría un uso final poco conjugable con lo santo. Allí acudíamos en pandilla mixta con uno de aquellos toca discos a pilas, de mi amiga Merce, en los que se insertaba el “single” o sencillo, de vinilo por supuesto. Su sonido  bastaba para convertir el atardecer de un abril leonés en momentos de magia para un@s chaval@s ávidos de nuevas experiencias, a los que los efluvios del mayo francés aún no había llegado. Emociones que, entre risas y miradas nerviosas que al cruzarse, apenas podían esconder el fluir a borbotones de algún preámbulo amoroso y adolescente. Con la  caída de la tarde retornábamos a por la túnica y el caperuzón de cofrade, para procesionar en silencio en un nuevo acompañamiento de los pasos en la noche.

Aún perduran en mi recuerdo, con absoluta nitidez, algunas sensaciones e imágenes especiales, a pesar de los muchos años transcurridos. Entre ellas destacaré, la procesión del encuentro, en la que la madre de las Angustias y su hijo, el Nazareno, despertaban en los cofrades y asistentes momentos cargados de emoción. Como la que impregnaba la plaza de los cacharros, donde hacía una pausa, frente al colegio existente, para escuchar el cántico de las monjas, en la que recuerdo como la procesión del silencio. Cantos que aliados con el frío nocturno paralizaban a los presentes, mientras la bella imagen de la Amargura, quieta y compungida, dejaba escapar una lagrima imaginaria. 

Qué decir de las mañanas de viernes santo en la plaza Mayor, en la que se concentraban todos los pasos que la cofradía de Jesús Nazareno ponía en liza, por aquellos tiempos, arropados por los cofrades, fieles devotos y algún curioso despistado.  En el medio, el templete como testigo inerte y mudo, mientras el pastor de la curia arengaba a los presentes con su sermón. Sermones de los de entonces, que al final de la década de los sesenta resultaban, simplemente, insufribles para los más jóvenes, y que el aventajado ponente, realizaba desde uno de los balcones de la residencia de la familia Conbarros. 

Vivienda situada en plena plaza Mayor, en cuyos bajos estaba el negocio familiar de confecciones que terminaría siendo sustituido por una hermosa y conocida cafetería, con nombre con el que se define a la gente de vida distraída y displicente y utilizado para designar a una importante región en la actual Republica Checa. Después de finalizar el acto y una vez recogidos los pasos en la cofradía, llegaba el momento de degustar la popular limonada en casa Boño, que Julio se afanaba en administrar o Vitoriano, Marcelo y Polo éstos ya en la barra del Pasaje, mientras las mesas de mármol frio y blanco del añorado café, eran territorio del gran Benjamín. Un maestro en el noble oficio de servir a los demás. Sin ánimo de ofender a nadie, con él, en mi humilde opinión, se extinguió en nuestra ciudad la auténtica profesión de camarero o mesero, como le dicen mis amigos en México.

Desde la ausencia, obligada por la pandemia que nos asola, deslizaré la mirada en la distancia, por las calles de la ciudad que me vio nacer, siguiendo y sintiendo procesiones y chapas, degustando limonada y almendras tostadas o quizá garrapiñadas, ingredientes inseparables de una semana bañezana, a la que no me atrevo a definir como santa, pero que sin ninguna duda es vivida con mucha pasión… 

Buenos y bañezanos días.