Una mirada bañezana en la distancia… la estación, el lugar de los adioses.

Cae la tarde y anochece con el frio habitual de un enero leonés. La niebla meona característica del momento y el lugar, pone el ingrediente de intriga sobre el andén semivacío de la estación del ferrocarril. Un niño con apenas 11 años espera que, por algún lugar entre la penumbra, llegue el tren con sus caracteristicos resoplidos y envuelto en nuve densa de vapor. Surge de la penumbra rechinando los frenos sobre la vía, la imponente locomotora alimentada con carbón. Año 1965. Fue el primer adiós. 

Con aquel tren a punto de arrancar entre alaridos de la vieja máquina y el humo de sus calderas que lo envolvía todo, el niño partía hacia un destino desconocido, el internado de Fuenterrabía, junto a las riberas fronterizas del rio Bidasoa. Se alejaba por primera vez del pueblo que lo vio nacer, dejando atrás las enjoyadas riberas de nuestros ríos bañezanos. Atrás quedaban sus amigos del barrio, sus compañeros de las escuelas Villa, el calor de su familia o las tardes de domingo en la plaza mayor, donde correteaba mientras sonaban desde lo alto del templete los acordes de la banda de música, sabiamente dirigida por D. Joaquín Celada. 

Estas líneas que anteceden, bien pudieran encontrarse en algún relato ya escrito anteriormente. Posiblemente novelado por una pluma más avezada, sin la concreción del territorio, La Bañeza o la referencia específica del niño que la protagoniza. Pero hubo una segunda partida, esta más dolorosa, ya con los diez y ocho recién cumplidos. Una edad en la que la huella de lo vivido quema el alma de los que se ven obligados por la vida a dejar el manto protector de su ciudad. Emigrar buscando salidas que en el entorno no encontraba, me alejo de calles y plazas, de aquellas esquinas llenas de risas en las que había crecido y a las que salvo de esporádicas visitas aún no he vuelto.

Cada vez que la vida me ha situado al borde de un andén de estación o en la terminal de un aeropuerto, en demasiadas ocasiones, siempre me ha abordado el recuerdo de aquella primera vez. Pareciera que el reloj del tiempo se hubiera parado. La misma sensación de prisa, la misma actividad frenética de los que se van para llegar a tiempo de partir. En contraste con los sentimientos de los que quedan sobre el anden o la terminal. Miradas perdidas, algunas mejillas humedecidas mientras apenas pueden decir adiós. Un poco más allá, otros esperan la salida hacia su destino. Gentes que ni se miran ni se conocen, reunidos en un mismo espacio con la mente puesta en otro lugar. Quizá el que dejan o quizá aquel al que esperan llegar. Una amalgama de expresiones que afloran en sus miradas directamente relacionadas con los sentimientos que viven en su interior. Siempre he sentido una enorme sensación de soledad y de frio interior en estos lugares impersonales, sobre los que quedaron tantos momentos indescifrables.

Ayer sábado, volví a pisar las vías abandonadas y lo que queda de los andenes de aquella estación del tren, la nuestra. Han pasado muchos años y tantas cosas desde aquel difuminado enero del 65, que, en el silencio de esta mañana soleada, me parece escuchar el trajín de otro tiempo, de otra época. Cuando con la llegada de algún tren, era frecuente ver poblarse el andén de lugareños cargados con sus enseres y productos para vender en la feria semanal. O simplemente con el serillo vacío, al que incorporar las necesidades que cada uno pudiera soportar con los bolsillos de entonces, casi siempre vacíos de moneda practicable. Un poco más allá, la zona de vías muertas sobre la que yacen esqueletos callados de vagones, a la espera de ser descargados por algún bracero, urgido de poder ganarse el pan para sus hijos, al menos, ese día. Una época en la que, lamentablemente, siempre hubo más braceros que mercancía a trajinar. Sin subsidios de supervivencia ni otras cuitas a las que acogerse. A brazo partido, nunca mejor dicho, contra la adversidad y las circunstancias de cada uno y del momento que les toco vivir. 

La estación del tren, la de entonces,  no solo era un lugar de ir y venir de viajeros, estudiantes y paisanos. También era un entorno en el que otras vivencias y experiencias tenían su discurrir diario. Los propios empleados, algunos residentes en la vivienda de la parte superior del edificio. La expedición y recogida de pequeñas mercancías. El correo con el que llegarían las ansiadas cartas de los ausentes, algunas de ardorosos sentimientos. Otras simplemente traían noticias de algún conocido o familiar en destinos lejanos. ¿Quién no recuerda la mano temblorosa y sentir que el pecho se le rompía, mientras apenas acertaba a abrir el sobre que las contenía? Aquellas cartas, que eran toda la comunicación existente, entraban y salían por la estación del tren. Al otro costado, el jardinillo. Un pulmón verde de árboles eternos, testigos callados de tantos encuentros de intimidad juvenil o no tanto, al amparo de miradas indiscretas, entre el silencio roto por los besos salados de tantas despedidas, de tantos adioses sin retorno … 

Buenos y bañezanos días.

Una mirada bañezana en la distancia…la plaza de los cacharros

La primera cuestión que me asalta al abordar estas reflexiones, apelando a la memoria personal y también, como no podía ser de otra manera, a la colectiva, es como debo denominar a este espacio de dimensiones reducidas en lo físico y sin embargo, por momentos, inabordable cuando se pretende acceder a todo lo que en el se encierra. A lo largo de su dilatada existencia ha tomado nombres tan sonoros como plaza de los Reyes Católicos, “parque infantil”, Plaza de la Cruz Dorada, o la actual de Obispo Alcolea. Si bien durante un tiempo no muy lejano fue conocida y así la recordamos muchas generaciones de bañezan@s y comarcan@s como Plaza de los Cacharros. En clara alusión y referencia a la muestra de todo tipo de útiles domésticos de barro, presentes en las mañanas de mercado de los sábados, los de entonces, en el que la oferta se centraba exclusivamente en los productos que daba la tierra y se ubicaba en diferentes espacios, siempre en los alrededores de la Plaza Mayor.  

Siguiendo la estela del mercado sabatino, la plaza de los cacharros se convertía a su vez en un reducto de cultura. Tradición y costumbres se abrazaban amablemente en sus rincones y soportales. Eran habitaules los encuentros heterogéneos de paisan@s de todo tipo, edad  y condición en torno a los tesoros que jiminieg@s, en su mayoría, pero también zamoran@s de la comarca de Pereruela, habían elaborado con sus manos callosas, sabias y artesanas. Sobre el tapiz desnudo de la plaza se extendían la extensa colección de cacharros, que siguiendo la historia, ­continuaban elaborándose con la materia extraída de las propias entrañas de la tierra, para ser trabajada y moldeada, hasta convertirla en preciados útiles de cocina para los hombres y mujeres de nuestros tiempos. 

Este noble oficio de la alfarería, parte consustancial de la cultura de un pueblo, era capaz de nutrir de todo aquello que fuera menester tener en las alacenas de cualquier cocina que se preciara. Desde la humildes cazuelas, para las no menos humildes sopas de ajo leonesas –que no castellanas– que tanto hambre quitaron, y los cucharones o el pote para el fuego bajo, bastante común, por entonces, en las casas de los pueblos de la comarca. Tarteras ­–de Pereruela mejor– o las tarterillas y jarras leonesas, sin faltar los recipientes para elaborar las queimadas con su ceremonial orientado a combatir los conjuros de la meigas, que «haberlas haylas». Consciente o quizá inconscientemente he dejado para el final la joya de la corona –alfarera por supuesto– el noble botijo. Hermoso artilugio, capaz de saciar la sed de nuestros paisan@s afanados en las duras tareas del campo bajo el sol de justicia o más bien de injusticia. Con brillo exterior o sin el, no había casa, humilde o pudiente, en la que no existiera en algún rincón, ­ventilado esos si, el “frigorífico” de la época con su bendita y apreciada agua fresca. Todos los objetos citados y otros muchos teñían del color rojizo de la tierra los grises anónimos y fríos del suelo callado de la pequeña plaza.

Per este decorado sabatino se disipaba y diluía con las últimas horas de la mañana. Paisan@s, alfarer@s y gentes de la contorna iban abandonando el lugar dejando sobre él la huella indeleble de su presencia matutina. Cual atrezo sobre el escenario del cercano teatro, este también sufría la necesaria modificación para dejar paso a otro tipo de representación. La imagen de la plaza cambiaba de protagonistas en las mañanas del resto de la semana ordinaria. Los actores principales y secundarios, incluso los figurantes que tomaban el lugar, apenas levantaban unos palmos de suelo y sus enseres ya no eran el barro recio y rojizo sino el lápiz y los cuadernos con las primeras letras. El recinto se poblaba de niñ@s y adolescentes dispuestos a moldear el conocimiento  que –desde los centros escolares allí ubicados– maestros, profesores y monjas trataban de inculcar en tan prolija audiencia. 

Tal vez, por que no, podría haberse denominado también como la plaza de l@s escolares. En este recinto se concentraba la gran mayoría de las plazas escolares de nuestra ciudad. Allí confluían alumn@s en representación de todos los estratos sociales del momento.  Desde la enseñanza pública de las escuelas villa, reservada habitualmente para los niños de familias humildes y sin posibles que les permitiera sufragar el coste que suponía la enseñanza privada de la academia o el colegio de las monjas carmelitas. No es difícil suponer que la presencia de estos tres centros, con independencia de la cuestión, ya referida, de las diferencias sociales,  agrupaba en su entorno a una nutrida población de estudiantes ávidos por aprender siguiendo los dictados de la enciclopedia Álvarez. Pero esta conjunción de destinos escolares también implicaba la interacción entre ellos. Quién no recuerda la hora de entrada y salida de clases, los horarios coincidían, con la poblada plaza de los cacharros, ahora rebosante de estudiantes, apurando los minutos para seguir un rato más el juego interrumpido en el recreo de media mañana.

Pero también era el momento, a la salida de clases, en el que las alumnas de las monjas y los alumnos de la academia y de las escuela villa se mezclaban entre si. Algunos flirteos surgían entre los soportales discretos de la “cacharrosa” plaza. Eran tiempos –década de los sesenta– en los que la enseñanza ­mediatizada por el régimen, la iglesia y la mojigatería social del momento, no permitía que ambos sexos compartieran pupitres. Por momentos la plaza se convertía en un espacio compartidos para los anhelantes e infantiles componentes del espacio de juego, más allá de cuestiones de adultos como la clase o condición sexual,. Algunas cuestiones relacionadas con la rivalidad natural entre centros, se dirimieron por el alumnado de la academia y de las escuelas villa. De orden deportivo y de las otras, parapetados por momentos en las verjas que custodiaban a una parte de los caídos, y que se encontraba situada en el medio de la plazoleta.

En las inmediaciones de las escuelas villas, en la zona de entrada reservada a las niñas, se encontraba la casa del inolvidable –para buena parte de las generaciones nacidas en los 50 y 60– fotógrafo Víctor. Entre las vivencias del momento recuerdo con total nitidez, la inmensa satisfacción al visitar, con apenas nueve años, aquella sala en la que practicaba su afición deportiva y que era lo más parecido a un gimnasio que hubiera podido contemplar. Un hombre afable con su mostacho enorme y cuerpo atlético, que con extrema paciencia accedía a mostrarnos su colección de pesas o las anillas en las que intentaba practicar la figura del ángel, de gran actualidad gracias al gran gimnasta español de los cincuenta, Joaquín Blume. Bajo su mirada escudriñadora quedaron retratados tantos momentos y gentes, que desde donde se encuentre, podría ilustrarnos durante largo tiempo con sus anécdotas, afabilidad y voz profunda. La casa en la que se encontraba su estudio de fotografía bien podría haberse convertido en un reducto en el que activar la memoria colectiva de una ciudad y su comarca, al margen de infantas efímeras.

La plaza de los cacharros, sin duda, se presta a ser contemplada desde diferentes prismas y múltiples miradas. En este humilde viaje por la memoria personal, he tratado de plasmar algunas de ellas, pero hay muchas otras posibles. Este rincón bañezano es uno de esos lugares a los que la inercia del subconsciente me empuja a visitar cada vez que tengo la fortuna, siempre escasa, de perderme entre las calles de mi niñez y juventud. Cientos de anécdotas encerradas y enterradas bajo las aceras y baldosas situadas tras la remodelación, escondidas entre las columnas de los soportales que aún perduran y que al caminar entre ellos aún me susurran los sonidos y muestran los colores y los olores de aquellas mañanas de sábado y barro, de tantos juegos olvidados…

Buenos y bañezanos días.

Una mirada bañezana en la distancia… el templete

Ya avanzada la tarde de un domingo caluroso del verano bañezano de 1963, dejamos a nuestra espalda las aventuras y fantasías vividas en el parque de los sueños infantiles. Es hora de retornar, tras larga caminata, al hogar dulce hogar. Encaminando la calle Astorga, la de aquellos tiempos, de frenética actividad en la que la vida fluía a borbotones por sus estrechas aceras, llegamos a la Plaza Mayor. Lugar multiusos, en el que jueves, domingos y días festivos suena la música desde un lugar emblemático, el templete. Con sus diferentes estructuras, de madera desmontable y más tarde de hierro, pero siempre bajo la atenta mirada de la casa de todo@, el Ayuntamiento y de la casa de Dios, la torre de Santa María.

El templete ha sido, lo que ahora se denomina mobiliario urbano, un elemento de gran notoriedad desde finales del siglo XIX. Concretamente desde 1896, hasta la reforma de la Plaza Mayor en 1967, en la que desapareció. En sus inicios fue de madera, se preparaba y desmontaba para las fiestas de la Patrona. En él la banda municipal interpretaba y deleitaba a las gentes del lugar con su música.  Ya entrado el nuevo siglo, en 1909, se colocó el que much@s de nosotr@s conocimos, inaugurado con la solemnidad requerida el 25 de octubre de dicho año. Construido en hierro por la Casa Corcho y Compañía, de Santander, que supuso para las arcas municipales de la época, un coste, instalación incluida, de 2.500 ptas. A ello contribuiría, sin duda, la figura del alcalde del momento Don Robustiano Pollán Rodríguez –gracias a su bisnieto Toño Pollán por estos datos– y la del secretario municipal Don Gaspar Julio Pérez Alonso, ambos declarados y notables melómanos. A lo largo de su “agitada” existencia, el templete, ha estado sujeto a diferentes versiones y modificaciones que no son el objeto de este comentario.  

Para los nacidos en la década de los 50, concretamente en mi caso en el 54, la plaza era el espacio de los días festivos. Acudíamos con lo que denominaban, nuestros mayores, como la ropa de los domingos. Engalanados convenientemente para mostrarnos en aquella sociedad en blanco y negro, nos prestábamos a escuchar el concierto, que bajo la experta y severa batuta de Don Joaquín Celada Gago – de corta estatura pero pronunciado carácter– en el que sonaban las notas de algún pasodoble del momento. Confieso que apenas recuerdo el sonido de la música, sin que pueda identificar en ningún caso a que obra o autor se referían.

L@s niñ@s aún teníamos energía, desgastada por la tarde en el parque Juan de Ferreras, para continuar con una actividad propia de la infancia feliz en la que nos encontrábamos. Jugar era la palabra mágica, y para eso el espacio se prestaba especialmente. Debajo del propio templete, entre las columnas de los soportales que rodeaban el lugar, visitando la esquina, junto a la pescadería de Moratinos, los puestos de caramelos y chucherías de la abuelicas a comprar una perrona de pipas o chufas. Sin olvidar el carro de los helados de Manteca o el bombo de la suerte del barquillero con sus obleas rellenas de miel, o la tentación cuasi insalvable del aroma dulzón y envolvente de pastelería Baudilio.

No quiero dejar de lado las correrías entre los taxis –o coches de punto– situados en la entrada principal de la iglesia Santa María,  o las visitas al quiosco de Fortunato, en el lateral de la iglesia situado en la por entonces dinámica calle de la verdura. Justo enfrente del quiosco, se encontraba el mesón que conocimos como de Felipe Román –gracias Covadonga Ortiz y y Esther Ruvira por ayudarme a recordar–, en el que los paisanos de la comarca aparcaban, en sus cuadras interiores, sus caballerías en los días de mercado. No puedo dejar de mencionar la terraza, –foto gentileza de Laureano Puente– quizá la primera existente en la plaza, del bar Ideal en la parte opuesta al templete.

Mientras escribo estas líneas, afloran en mi retina las imágenes de una plaza abarrotada de familias ataviadas con sus mejores galas, humildes en la mayoría de los casos. Ellos camisa blanca con mangas arremangadas hasta medio brazo, ellas con vestidos simples y recatados auto confeccionados –en muchos casos– para los días especiales. La infancia, inconsciente de la dificultad que suponía en muchas de las ocasiones para nuestros progenitores distraer unos céntimos de las escuálidas economías de final de los cincuenta y primeros de los sesenta, reclamaba con vehemencia el trofeo que suponía el barquillo o el helado de vainilla o mantecado.

Entre pasodobles y boleros iba cayendo la tarde. El reloj de la torre del Ayuntamiento marcaba los cuartos sonoramente para llegado el momento indicar la hora con el número de sonidos equivalente. Entre la población infantil, algunas patinadoras avezadas y otras no tanto, sorteaban los obstáculos como buenamente podían. Era conveniente cuidarse de no tocar los postes que sujetaban del templete, el de hierro santanderino, para evitar las descargas eléctricas que producían.

Hace un buen rato que el astro rey se ha ocultado tras las bodegas de Jiménez de Jamuz. La penumbra comienza a extenderse y ya se aprecia con nitidez la farola con árbol de cinco luces situada en el medio de la plaza. La banda de música ha dado por concluido su concierto de hoy. Es la hora de recogerse y con las pocas fuerzas restantes caminar hacia la casa familiar donde reposar y reponerse de los esfuerzos y las emociones vividas. Nada que no pudiera solventarse mediante el descanso reparador, entre sueños y aventuras flotando en la penumbra mortecina de unos parpados que se cierran inevitablemente, acochados sobre la acogedora y amiga almohada…

Buenos y bañezanos días.

Una mirada bañezana en la distancia… el parque Juan de Ferreras

Dejando atrás la refrescante jornada vivida junto al rio en las campas de la corneta, tomamos el camino que sale a la derecha y nos lleva por la ribera bañezana del rio Tuerto al encuentro con el hermano Duerna. Este llega escaso de agua pero plenamente  impregnado con las esencias de las tierras de la Valduerna. Dejamos a un lado el lugar conocido como el tropezón, que guarda celoso la intimidad escondida de tantos momentos, de adolescencia y juventud, vividos en su entorno. Pronto asoman las edificaciones que delimitan la nacional VI, o la carretera general como siempre la recuerdo yo, permítaseme esta licencia. La silueta del, otrora, restaurante de los Candongos, así creo que se llamaba, nos indica que el parque esta cerca. Aún hemos de volver a sufrir el cruce de la susodicha carretera para acceder ahora sí, al mundo de los sueños infantiles.

En las tardes de esos veranos de sol inclemente cayendo sobre las abiertas llanuras de nuestra comarca, buscar el refugio de esos gigantes verdes que se elevaban en altura hasta perder la mirada, era preciso. La majestuosidad de estos colosos arbóreos nos hacía sentir empequeñecer por momentos. Mientras, a la vez que protegidos bajo su manto protector de ramajes caprichosos, surgían, apenas caía la luz, imágenes y figuras por momentos fantasmagóricas, que crecían en nuestras mentes infantiles con imaginación desbordada. 

Perdernos por el laberinto de caminos que circundaban el pequeño lago, al margen de producir sensación de estar viviendo una aventura única, provocaba tal ansiedad en nuestros progenitores que no les permitía disfrutar del relajo buscado. Ellos, siempre atentos, permanecían aposentados en uno de los bancos blancos, a la sombra protectora de la poblada arboleda. El griterío de la numerosa colonia infantil se hibridaba con el graznar -cua, cua, cua– de los, a nuestros ojos infantiles, enormes patos blancos. Por momentos el conglomerado de sonidos iba componiendo una sinfonía abrupta e ininteligible. En el interior del lago mencionado se encontraba una pequeña isla en la que se alojaban los patos en la casita creada a tal efecto. 

A nuestra mirada infantil, lo que contemplábamos en las tardes de algunos domingos, nos hacían vivir un sinfín de aventuras que convertían en castillo insalvable la casita de los patos, y el islote, sobre el que se asentaba, en un lugar que conquistar y descubrir. Para ello había que vadear el lago. Alguna vez lo intentamos, con la inconsciencia propia de la temprana edad y prestos a vivir la aventura que soñábamos ingenuamente. Mojado y frustrado por no haber logrado consumar la conquista planeada y convenientemente reprendido por mis padres, quede confinado a los dominios de estos, entre llanto compungido que no consiguió árnica alguna. 

Buen momento, consideraron mis mayores para, mientras el calor del lugar me secaba los pantalones cortos, reponer fuerzas y merendar. Un bocadillo de pan, de hogaza de las de entonces, de casa Montiel, con una onza de chocolate ZEKI o quizá SANTOCILDES. Era domingo y por ello día de pequeños extras. En uno de los cajones de mi memoria figura de forma nítida la imagen de un vaso de plástico plegable, de forma cónica, compuesto por aros de distintos colores,  que se recogían y que una vez desplegado permitía beber el agua recogida de la fuente existente en el lugar. Una muestra de esas pequeñas cosas, cuasi insignificantes, que sin saber la causa se graba en nuestra memoria para permanecer almacenada a lo largo del tiempo.

Mientras, la docta mirada, de uno de los bañezanos más ilustres de nuestra historia, Don Juan de Ferreras (1652-1735), lo observaba todo. Alojado en elevado pedestal  desde el que sigue ejerciendo «tiempo ha» como académico de la lengua y renombrado historiador. Con la yerma mirada que comporta la pétrea figura, vigila el frenético trajín de patos, niñ@ y mayores, con esa templanza que corresponde, sin duda, a su inquebrantable posición. 

Para los residentes y nacidos en las zonas periféricas de nuestra ciudad, los barrios en general entre los que citaré el Polvorín, el Convento y sus aledaños como la calle Armonía, o mi barrio San Eusebio, escoltado en paralelo por el camino de Santa Elena o la calle Libertadores, la distancia a recorrer para retornar a casa era considerable. No había apenas vehículos, ni autobuses urbanos, y los taxis, conocidos como «coches de punto» estacionados en la plaza Mayor, no estaban al alcance de las economías, permítase el eufemismo, de la mayoría de los vecinos y comarcanos. Ya bien entrada la tarde noche, retornábamos a los dominios de nuestros juegos, al dulce hogar.

Atrás quedaba ese lugar mágico en el que anidaban multitud de fantasías infantiles de las que curaban a niños y mayores. Un lugar de acogida amable para jóvenes enamorados y también para solitari@s empedernid@s que buscaban refugio y tal vez tratamiento para sus males, más del espíritu que físicos. Un lugar terapéutico en el que quedarían, una vez más, enterradas algunas de las vivencias de unas cuantas generaciones. Los gigantes invencibles de grandes brazos enredados fueron abatidos por las frías maquinas. Había que dejar espacio para la construcción de lo que sería conocido y tal vez infrautilizado, como centro de salud…

Buenos y bañezanos días.